martes, 26 de octubre de 2010


Migrantes internacionales, refugiados y víctimas de trata de personas

Los que llegan

México no es sólo un país de origen, tránsito y retorno de migrantes; es, también, un país destino que recibe a trabajadores internacionales, refugiados y víctimas de trata de personas. Gente que tiene una historia, al mismo tiempo única y universal, que presentará en entregas mensuales M Semanal: en un territorio desconocido, los que llegan enfrentan todos los días la marginación del gobierno y de la sociedad mexicana. ¿Podemos convivir los unos con los otros?



El salvadoreño Alexis Hernández, de 22 años, detenido y deportado por agentes del Instituto Nacional de Migración por entrar ilegalmente a México
El salvadoreño Alexis Hernández, de 22 años, detenido y deportado por agentes del Instituto Nacional de Migración por entrar ilegalmente a México . Foto: Alexandre Meneghini/ AP


Durante el siglo XX México acogió, entre otros, a miles de exiliados españoles y sudamericanos. Pero en los últimos años más que hospitalidad ha mostrado hostilidad: hoy las personas que llegan al DF enfrentan violaciones a sus derechos humanos, algunas derivadas de la legislación o de prácticas federales pero otras con origen en el quehacer local.

Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), menos de uno por ciento de la población de México proviene de otras latitudes. La mayoría de los que llegan son estadunidenses, seguidos por los guatemaltecos, luego los españoles y finalmente algunos cubanos, canadienses, colombianos, argentinos, centroamericanos, asiáticos y europeos. De todos ellos, casi 100 mil viven en el DF, urbe que por su tamaño y complejidad es un gran reto para esta población, rápidamente obligada a adaptarse cuando la mayoría proviene de ciudades o de poblados pequeños. En 2008 la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) entregó al gobierno de la ciudad su “Diagnóstico de Derechos Humanos del Distrito Federal”. En el apartado referente a la migración, el documento señala que lo primero que enfrentan los migrantes internacionales, los refugiados y las víctimas de trata de personas es la marginalización, porque no existen políticas públicas y normatividades específicas para los extranjeros. Su mayor obstáculo es el acceso a los derechos económicos, sociales y culturales, tales como vivienda, alimentación, salud y educación. No pueden acceder a programas sociales del gobierno del DF porque no tienen “credencial de elector” o por ser migrantes irregulares y no acreditar su estancia legal en el país. También sufren obstáculos administrativos y discriminatorios para conseguir empleo. De acuerdo con la más reciente Encuesta Nacional sobre Discriminación, elaborada por el Consejo Nacional para Prevenir y Eliminar la Discriminación (Conapred), 42.1 por ciento de los encuestados no estaría dispuesto a permitir que algún extranjero viviera en su casa. Sólo 1.3 por ciento optaría por un extranjero si tuvieran que escoger entre dos personas igual de capacitadas para un trabajo; 19.6 por ciento jamás contrataría para un empleo a alguien que no haya nacido en México y, paradójicamente, 53.2 por ciento cree que los extranjeros no tienen razones para sentirse discriminados.

A esto hay que agregar una serie de estereotipos: gringos, gachupines, franchutes… Muchos consideran, por ejemplo, a todos los colombianos como narcos y a los negros, de manera despectiva, como “africanos” y como “delincuentes”. Desde 2008, la migración irregular ya no es un delito en México, pero sí una falta administrativa. Esto evita que se castigue hasta con 10 años de prisión, sin que por ello el país tenga aún una estrategia para fomentar una migración segura y ordenada ni para aprovechar los beneficios de los que llegan: lo que regula esta materia apenas es un apartado en la Ley General de Población. Se trata de una legislación típica del nacionalismo del siglo XX mexicano, que a pesar de la claridad con que la Constitución otorga igualdad jurídica a toda aquella persona que se encuentre en el territorio nacional, y a pesar también de la serie de tratados internacionales ratificados por nuestro país, limita los derechos de los extranjeros: pueden ser expulsados si el Presidente de la República lo considera necesario, restringiéndoseles la libertad de petición, asociación, opinión, ingreso, salida y tránsito, propiedad y cargos públicos. Para acceder a todo esto hay que “ser mexicano de nacimiento” o tener la “ciudadanía mexicana”.

En paralelo a los datos, los informes y las leyes, los personajes de las historias que a partir de hoy M Semanal ofrecerá de manera mensual a sus lectores, constituyen una muestra representativa de los extranjeros que intentan llegar y vivir en México. Son hombres y mujeres reales que intentan romper el silencio de las estadísticas y cuyos nombres han sido cambiados para proteger su identidad. En estas páginas dejarán de ser personajes invisibles de historias jamás contadas: son los que llegan para quedarse. Para enfrentar nuevos desafíos. Para tratar de integrarse pidiendo respeto para sus diferencias.




Revisión de migrantes detenidos en la Estación Migratoria  de Tapachula, la más grande de América Latina.
Revisión de migrantes detenidos en la Estación Migratoria de Tapachula, la más grande de América Latina. Foto: Archivo

(I) Presidiarios de la migración

Viaje a las entrañas de la Estación Migratoria más grande de América Latina

TAPACHULA, Chis.- Aquí adentro están atrapados los mismos problemas de allá afuera, sólo que más apretados. Los que están encerrados en la Estación Migratoria más grande de América Latina son una muestra representativa perfecta de lo que sucede en cualquier rincón de nuestro país. Este es un buen lugar para la melancolía de los que recuerdan su pobreza y marginación. Al mismo tiempo, tienen la certeza de no sentirse solos. Son hombres, mujeres y adolescentes rodeados de otros tantos en situación igual o parecida, que han llegado aquí como después de haber corrido un maratón: cansados, somnolientos, sedientos. Hombres, mujeres y adolescentes que se sienten, además, muy encerrados.

En las oficinas de la Estación, frescas gracias al aire acondicionado y muy iluminadas por los implacables rayos del sol que dejan pasar las ventanas, gente de la subdirección de Control y Verificación Migratoria comenta aspectos generales: “Algunos migrantes llegan aquí huyendo, porque son perseguidos por los maras. Otros quieren ir a Estados Unidos. La mayoría son centroamericanos. Pero también aseguramos a gente de nacionalidades restringidas que se van al DF, o sea, gente de países como China o Irak. La Estación se acabó de construir en marzo de 2006. Y tenemos tres turnos de empleados para atenderla. Las instalaciones se dividen en tres secciones: hombres mayores de 18 años, que siempre son mayoría. Hoy, por ejemplo, tenemos 187. Mujeres y familia. Y jóvenes menores. En todas las secciones hay áreas de dormitorios, equipaje, regaderas, áreas recreativas y comedor. Hay migrantes que tienen estancias de ocho o 10 horas. Y hay quienes están hasta 190 días, y si se amparan tardan más en ser deportados. Varios de los que reingresan se cambian el nombre y dicen que no traen identificación. En la Recepción declaran sus pertenencias, luego les hacen una revisión corporal y en el Módulo de Control, de acuerdo con su nacionalidad, se les asigna dormitorio”.

“Cocina Industrial es la empresa que hace la comida para los asegurados porque ganó la licitación. Hay empresas de autobuses para el traslado de los migrantes. Pero también hay autobuses propios. Cada autobús se lleva a un mínimo de 25 personas, en donde viaja una persona de Migración por cada 10 asegurados. Son guardias que no portan armas. Hay conducciones diarias a Centroamérica a las cinco de la mañana y los primeros que se van son los guatemaltecos”.

Al caminar por los desnudos pasillos del interior de la Estación, uno concluye que aquí hay de dos sopas: o se te acaban las ganas de ser migrante o se te recargan las pilas para intentarlo una vez más. Y a lo mejor otra más, hasta lograr establecerte en alguna ciudad de México, o cruzar todo el país y luego el río Bravo y el desierto para llegar a Estados Unidos. La mayoría elige la segunda opción, pero les queda la impresión de que las autoridades mexicanas tienen la finalidad de hacerles la vida imposible.


Migrantes en un alto para comer en  el municipio de Pijijapa, frontera de Chiapas y Guatemala.
Migrantes en un alto para comer en el municipio de Pijijapa, frontera de Chiapas y Guatemala. Foto: Luis Lopez/ EFE


En este lugar las preocupaciones cotidianas no son muy complicadas, pero parecen no tener arreglo: no hay suficiente agua. No tienen colchonetas para dormir. Tampoco cobijas. No hay agua caliente para bañarse. No hay medicamentos para quien los necesita. Tampoco una comida variada. “Siempre huevo. Tres veces al día, poquito huevo... Yo ya hasta voy a poner”, comentará después, con una sonrisa a medias, un muchacho moreno de pantalón de mezclilla, tipo cholo, y de bigote ralo.

La Estación Migratoria de Tapachula fue presentada por el Instituto Nacional de Migración (INM) como el “proyecto modelo” para enfrentar el fenómeno migratorio en México. Poco antes de ser inaugurada, en marzo de 2006, las autoridades difundieron las ventajas del inmueble: su diseño y construcción, con una inversión de casi 80 millones de pesos, fue consultado con la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Tiene capacidad para casi un millar de personas en estancia temporal y 490 en pernocta, lo que la convierte en efecto en la “Estación Migratoria más grande de América Latina”. Todo, resaltaron, “como una muestra de congruencia con las demandas mexicanas respecto del trato a los connacionales en la frontera norte”.

Según el INM, estas instalaciones, de 30 mil metros cuadrados, dejan atrás los problemas de hacinamiento presentados en algunas de las 48 estaciones de otros lugares del país, y se caracterizan por ser “antivandálicas”, pues “se ha de evitar en lo posible la destrucción que muchos migrantes cometen para desahogar su estado anímico y que implica no sólo un alto costo de mantenimiento, sino también el riesgo por la utilización del material para improvisar armas”.

¿Igual que un reclusorio? “No —se apresuró a matizar María Eugenia Morales, entonces directora de Recursos Materiales del INM—. Para nosotros, los migrantes no son delincuentes y no puede haber trato o instalaciones que hagan sentir que lo son. Es sólo que el estado de depresión o de estrés con que muchos llegan a las estaciones migratorias hace que provoquen destrozos”.

Sólo la sapiencia popular tiene las cosas claras: “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”.
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Al entrar al área de hombres hay que enfrentarse a una mezcla de olor a sudor, orines y humedad. Olor que quizá sea también el de la frustración. Y del miedo. Es un aroma agrio que lo inunda todo. El calor se torna más pesado y la humedad pegajosa. Dos, tres tragos de agua, pero la incomodidad no deja de crecer.

Al fondo hay una cancha de pasto verde para jugar futbol. Ahora luce vacía, pero cuando juegan, el ambiente es parecido al de un mundial: los de Guatemala juegan contra los de El Salvador, los de Cuba contra los de Honduras, los de Ecuador contra los de Brasil, y así logran olvidar por unos momentos sus penas. Aquí también hay un buzón de acrílico que el personal de la Estación ha destinado para las quejas y sugerencias de los asegurados, pero está roto y no tiene papel ni pluma. Hay carteles del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR) y de algunos consulados centroamericanos que explican cómo solicitar asilo, y los números telefónicos donde dan más información al respecto.


Un migrante centroamericano detenido por la Patrulla Fronteriza estadunidense en la frontera de Laredo, Texas.
Un migrante centroamericano detenido por la Patrulla Fronteriza estadunidense en la frontera de Laredo, Texas. Foto: Khampha Bouphanh/ AP


Los nueve teléfonos públicos pueden usarlos sólo quienes compren una tarjeta en la tienda de la Estación. Pero Miguel no tiene dinero y no ha podido comunicarse con los suyos. Ya sólo espera que lo deporten a Perú para volver a ver a su familia, aunque él quisiera llegar a Estados Unidos, como lo tenía planeado. O quedarse a trabajar en México. “He oído que es muy bonito”, dice este hombre moreno, flaco, de baja estatura y 30 años, mientras ensaya una sonrisa. En Perú contactó a un pollero y le pagó cinco mil dólares para que lo llevara hasta Arizona. De Lima voló a ciudad de Panamá y de ahí se fue en autobús hasta Guatemala. Luego, hace 20 días, se subió a un tráiler junto a otras 167 personas, pero al entrar a México un retén los descubrió y los trajo aquí, donde todos los días come lo mismo y duerme a ras de suelo porque las camas de su dormitorio están llenas. A pesar de todo lo que ha sufrido en su travesía, dice que lo intentará una vez más.

Luis, hondureño, 18 años, estatura media, delgado, pelo corto y negro, no puede fingir tranquilidad, simplemente porque está lejos de sentirla. Hace un año él y su padre salieron de Tegucigalpa. Llegaron a la Ciudad de México a bordo del tren de carga y unos hombres se les acercaron para ofrecerles trabajo.

Aceptaron ser albañiles porque necesitaban dinero para ir a Estados Unidos. Empezaron la construcción de unos edificios en Iztapalapa y después de unos meses de ahorrar decidieron reanudar el viaje. El destino final sería Los Ángeles, California. Contrataron al coyote, pero en Nuevo Laredo, Tamaulipas, los detuvo la policía. Primero los enviaron a la Estación Migratoria del Distrito Federal. Después de seis días de permanecer allí les avisaron que los trasladarían a Tapachula, para luego deportarlos. Por eso la frustración y la tristeza no los deja en paz.

Lo comprende perfectamente Rafael, ecuatoriano, 39 años, quien trabajaba en una compañía que comercializaba recipientes de plástico, con un sueldo insuficiente para sacar adelante a su esposa y a sus tres hijos. Por eso se propuso llegar a Los Ángeles, donde tiene tíos y primos. Pero la suerte no estuvo a su favor. Acababa de entrar a Chiapas cuando tres agentes lo detuvieron. Como no tenía los dos mil pesos que le pedían para dejarlo ir, lo trajeron a esta Estación. No le importa que lo deporten. También lo volverá a intentar.
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La tendencia es agruparse por país de origen. Hoy, el grupo más numeroso es el de los cubanos. Son 30 y salieron hace casi tres meses de la isla. Ellos mismos construyeron dos barcazas, pero a los dos días empezaron a naufragar y un yate turístico los rescató para luego entregarlos a un barco de la Marina Armada de México. Primero los llevaron a la Estación Migratoria de Mérida, Yucatán. Después de 57 días los trasladaron aquí, a Tapachula. Sus rostros exhiben una mezcla de tedio y desesperación. También de angustia, como Yoniel, un muchacho de 20 años que viajó con su esposa y su hija, que ahora tiene cuatro meses. Cuando salieron de Cuba la nena tenía apenas 17 días de nacida.

Hace una semana la niña se enfermó de gripa. Por fortuna, ese día el médico de la Estación estaba en su consultorio y la revisó. Le recetó un medicamento que no funcionó. Un guardia dijo que lo mejor sería llevar a la niña a otro lugar, y se la arrebató de los abrazos a la madre. Ella empezó a llorar y tuvo un ataque de histeria, dijo que haría huelga de hambre hasta que se la devolvieran y aumentó la intensidad de sus gritos; se la devolvieron y la niña ya está mucho mejor. Jorge dice que él y sus compañeros son perseguidos políticos y que, por el momento, han logrado ampararse para que no los deporten. Niega algún contacto con organizaciones traficantes de cubanos o asociaciones de Miami. “Decidimos abandonar la isla porque ya no es posible vivir ahí. No hay libertad de nada, de nada”, expresa mientras algunos de sus compañeros que lo rodean asienten con la cabeza.

México se ha convertido en la “ruta alternativa” para los cubanos que quieren llegar a Estados Unidos. Según el Centro de Estudios de las Migraciones Internacionales de la Universidad de La Habana, la inmigración no controlada de cubanos a México sigue creciendo, desde 2003, a una tasa de 134 por ciento anual. Esto significa que desde entonces a la fecha han ingresado casi 14 mil cubanos a México, burlando los controles migratorios. La mayoría lo hacen guiados por polleros que les cobran alrededor de 10 mil dólares por persona.

Pero los 30 cubanos que permanecen ahora en la Estación Migratoria de Tapachula no quieren saber de cifras o de acuerdos migratorios. Para ellos, lo más importante es que les permitan salir para continuar su viaje hacia la frontera. Quieren abandonar los dormitorios en donde cada noche los encierran con un estruendo metálico. Quieren agua suficiente para beber durante el día, personal médico y psicológico, una doctora que atienda sólo a las mujeres, una trabajadora social y que no les vendan tan caras las cosas en la tienda de la Estación. Quieren, en suma, dejar atrás esto que consideran “una cárcel.”
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El balón pasa de unas manos a otras. Dos equipos se enfrentan en un partido de básquetbol mientras otros los observan y se van turnando para tomar agua de un garrafón. Sólo hay un vaso de plástico desechable y todos beben de él. En total son 29 adolescentes, entre los 12 y 17 años de edad, que se han quitado las camisetas y sudan bajo los rayos del sol. Los muros que rodean la cancha son tan altos que sólo permiten ver el cielo.

Los miembros de este grupo de 29 nacieron en tres países de Centroamérica: Guatemala, El Salvador y Honduras. Y en uno de Sudamérica: Ecuador. La mayoría la forman los guatemaltecos, como José, 15 años y ojos pizpiretos, quien dice que es la primera vez que intenta llegar a Estados Unidos. Hace cinco años, cuando sus padres se separaron, a José dejó de gustarle la escuela. Su madre no quería que dejara de estudiar, pero él insistió. Logró terminar la primaria y empezó a trabajar en el campo. Le pagaban 30 quetzales diarios, pero la mitad de ese dinero se la daba a su madre y con la otra mitad no podía comparar todo lo que quería. Desde la separación, su padre se había ido a trabajar a Carolina del Sur. Un día José le dijo por teléfono que quería irse a trabajar con él. “¿Estás seguro? Acá hay que trabajar mucho”, le contestó. Unas semanas después le envió a José cuatro mil dólares para que pagara el coyote. A él y a sus compañeros los subieron a un tráiler para entrar a México y así llegaron hasta Guadalajara, donde los capturaron.

Muy cerca de José está Daniel, un salvadoreño de 17 años que buscaba llegar a San Luis Potosí. Su intención era trabajar en cualquier cosa y así juntar dinero para luego cruzar hacia Estados Unidos, a Houston tal vez, donde vive uno de sus tíos. Esta es la segunda vez que lo intenta, pero sólo pudo llegar hasta Veracruz. “Lo voy a hacer otra vez… hasta que pueda”, dice con la mirada clavada en el piso. No emprendió el viaje solo, sino en compañía de su hermano mayor, quien también fue detenido y está aquí en la Estación Migratoria, en el área de hombres.

De El Salvador también es Pedro, pero su historia es más complicada. Hace dos años tuvo “buena suerte” y pudo llegar a Estados Unidos. Empezó a trabajar en una tienda de abarrotes de Nueva York y comenzó a mandarle algunos dólares a su madre. Una noche de fiesta se peleó a golpes con un hondureño. Cuando él iba ganando llegó la policía y lo detuvo. Lo sentenciaron a un año en la cárcel para menores de Nueva York. A los 10 meses lo trasladaron a un centro de detención migratoria de Houston, Texas. Dos meses después lo deportaron. Aunque temeroso de ser encerrado de nuevo, enseguida emprendió el regreso. Necesitaba trabajar. Pero los agentes migratorios mexicanos lo detuvieron en Tenosique, Tabasco, y sus planes se estropearon.
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Un grupo de cubanos, detenido por la Marina Armada de México en diciembre de 2008, es transportado a la Estación Migratoria de Tapachula.
Un grupo de cubanos, detenido por la Marina Armada de México en diciembre de 2008, es transportado a la Estación Migratoria de Tapachula. Foto: Marco Polo Guzmán/ Cuartoscuro


Hay aquí 28 mujeres que escuchan reguetón. Algunas improvisan pasos de baile. Otras se peinan. La mayoría conversa o está al pendiente de sus hijos. La zona de mujeres y familias en la Estación Migratoria de Tapachula parece más amigable que el resto de las instalaciones. Un pasillo largo, ancho y muy iluminado separa dos hileras de habitaciones medianas. Abundan las sonrisas que intentan eclipsar historias difíciles. El Fondo de Población de Naciones Unidas estima que a escala mundial existen alrededor de 100 millones de mujeres migrantes. Algunas migran en calidad de “dependiente económico” de sus esposos o de alguno de sus familiares. Pero también hay mujeres migrantes que buscan trabajo para sostener a sus familias a través del envío de remesas a sus países de origen.

Esto último pensaba hacer Tania, hondureña, de 32 años. Dice que en Tegucigalpa el futuro no le prometía nada bueno. Tiene dos hijos que ha dejado encargados a su madre para poder irse a trabajar a Estados Unidos. “Ser madre soltera es muy duro, usté no sabe…”, suelta mientras mira hacia el techo. Tiene el pelo teñido de rojo furioso y las uñas largas de color azul. Sus manos morenas llenas de anillos no paran de moverse. Tania comienza a hablar y es difícil detenerla. Salta de un tema a otro, como si su mente fuera más rápida que sus palabras, como si al hablar disminuyera su pesar. Cuenta que tiene un niño de seis años y una niña de cuatro. “Lo más difícil fue ver sus caritas de angustia cuando los dejé… pero tenía que hacerlo. No encontraba trabajo y pedí dinero prestado para poder venirme. Y ya me ve aquí: nos agarraron a mí y a otras 10 personas en Tapachula. No nos maltrataron, es cierto. Y aquí uno está más o menos. Lo malo es que estoy llame y llame al consulado de Honduras y nadie contesta”, dice.

Más preocupada está Claudia. Es cubana, tiene 28 años, un hijo de siete, el deseo de trabajar en Miami, donde vive su hermana, y posee una tristeza declarada que sólo frena por momentos la sonrisa y los besos de su hijo. A ambos los detuvieron hace cuatro días en Veracruz. Habían salido de Cuba en avión hacia Costa Rica. Claudia le había pedido a un tico que se casara con ella para poder irse de su país. Y lo consiguió. De Costa Rica, ella y su hijo se fueron en autobús a Nicaragua y ahí perdieron sus pasaportes. Aun así pudieron continuar el viaje a México. Asegura que nadie la ha guiado en el trayecto. “Yo y mi hijo nomás, preguntando y preguntando”. Dice que aquí en la Estación un hombre le ofreció un pase de salida a cambio de mil 500 dólares. “Pero ¿de dónde saco tanto?”. De momento hay algo que la tiene bastante más estresada. “Estoy en mi menstruación y aquí no hay toallas sanitarias”.
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La mayoría de las personas que se encuentran aquí se han resignado a migrar como parte de su destino. En sus países de origen todos conocen a alguien que ya se fue o que quiere irse y muchos se han esforzado por juntar dinero para luego confiarle sus vidas a un pollero. O para aventurarse por cuenta propia. Han escuchado historias llenas de dificultades, pero no pierden la esperanza de que a ellos les vaya mejor, de que en la carrera que emprendan obtengan alguna medalla. Saben que tarde o temprano acabaran acostumbrándose a llenar vacíos con fotos y remesas.

Así es una historia tras otra. Historias de desarraigo y del inicio de nuevas vidas que pretenden crecer a la distancia de familiares y amigos, pero, también, a la distancia de la pobreza y de la inseguridad. Buscan ganar unos cuantos dólares para enviar a sus familias y construir una casa, pagar la operación de alguien, comprar determinadas cosas, ayudar a pavimentar las calles de sus pueblos o arreglar la iglesia. A la recepción de la Estación Migratoria de Tapachula acaba de llegar otro grupo de jóvenes migrantes. Se oye un coctel de voces, gritos, alguna carcajada, muchos suspiros por el calor asfixiante y la pena. Los guardias les revisan sus mochilas y les piden que declaren sus pertenencias. Luego los recargan en la pared y los abren de pies y manos para registrar sus ropas y sus cuerpos. Enseguida los pasan al Módulo de Control para que les asignen el área en donde permanecerán.

Y mientras usted ha leído esto, otros continúan llegando.

Víctor Núñez Jaime

Sandra

Los que llegan 

La historia de esta guatemalteca que emigró a México reúne los horrores del tráfico de personas, la explotación sexual, la violencia de género, la misoginia golpeadora y la desatención de las autoridades de inmigración.


Una joven gutemalteca pasa junto a un graffiti en Tecún Umán, ciudad fronteriza entre México y Guatemala.
Una joven gutemalteca pasa junto a un graffiti en Tecún Umán, ciudad fronteriza entre México y Guatemala. Foto: Daniel Leclair/ Reuters


Cuando deje de caer, Sandra se habrá fracturado la pelvis y la cadera. También habrá perdido al bebé que desde hace ocho semanas crecía en su vientre, sin que ella lo supiera. Pasará tres meses en cama, adolorida, sin poder dormir, sin querer comer, triste y enojada con ella misma y con la vida luego de una dura operación obstinada en no cicatrizar. Podrá salir del hospital en una silla de ruedas y, semanas después, tendrá que usar muletas con la esperanza de poder dejarlas pronto.

Un día la llevarán con una psicóloga y le contará que hace casi dos años salió de Guatemala para vivir y trabajar en México, sin pensar que sería una víctima más de la trata de personas con fines de explotación sexual. Comenzará un difícil proceso de rehabilitación física y psicológica que la ayudará a denunciar todos los abusos que sufrió. Y, por primera vez en varios meses de angustia, podrá dormir con cierta tranquilidad y pensar en el futuro. Pero por ahora un hombre la ha arrojado al vacío por la ventana del tercer piso de un motel. El vértigo afloja su cuerpo. Su rostro se descompone. Cae de pie. Sandra está desplomada y semidesnuda en el suelo.
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Es el ocaso de una fría tarde del 10 de diciembre de 2008. Como desde hace casi un año, Sandra atiende a los clientes de la fonda-bar La Lupita, en los límites del Distrito Federal y el Estado de México. El local está situado en la esquina de una calle semidesierta, llena de baches, de charcos de agua sucia y de una sucesión de grises construcciones. Las mesas, los manteles y las sillas son de plástico. No hay ventanas. La única luz natural entra por la puerta. El olor a fritangas se mezcla con el aroma a sudor de hombres maduros, la mayoría obreros o albañiles, que han llegado aquí después de sus jornadas de trabajo.

Sandra y otras cuatro jóvenes mujeres son las meseras, pero no se limitan a servir alimentos y bebidas. Su principal misión es entretener a los parroquianos y propiciar el consumo de cervezas, ron y tequila. Escucharlos y conversar con ellos. Celebrarles sus chascarrillos y, si quieren y tienen para pagar, ofrecerles ratos de placer en un motel que se encuentra a unos metros del lugar.

Hace poco menos de dos horas Sandra se sentó junto a un señor moreno, robusto, medio calvo y con bigote. “Atiéndelo bien, es mi compadre”, le dijo la dueña del local. Empezó a hablar con él con desgano. Una, dos, tres cervezas. Un trago de tequila con sal y limón. Otra cerveza. El calor y el mareo aumentaban. Siempre que alguien le pedía compañía a Sandra, la dueña le daba de beber “para soportar los momentos”.

“Mejor nos vamos a donde estemos más cómodos, mi alma”, dijo el hombre mientras se levantaba de la silla y jalaba de un brazo a Sandra. “Comadre, aquí están mil pesotes porque me llevo a esta chamaca”, espetó él y enseguida salieron los dos a paso lento rumbo al motel.
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Sandra nació hace 15 años en Tecún Umán, San Marcos, una de las ciudades ubicadas en la frontera de Guatemala con México, donde más de la mitad de la población es flotante; es decir, sólo permanecen aquí parte del año. Las calles sin pavimentar están plagadas de charcos y de lodo, de gallinas y de perros. Y de bicitaxis, vehículos pintados de blanco y azul celeste que recorren breves distancias con una o dos personas a bordo. El padre de Sandra manejaba uno de esos bicitaxis. Con los pocos quetzales que ganaba mantenía a sus cuatro hijos y a su esposa, pero había días cuando llegaba a casa con las manos vacías por haberlo gastado todo en alguna cantina. Por eso su madre hacía tortillas de maíz que luego vendía entre sus conocidos.

Sandra dice que dejó la escuela porque sus compañeros se burlaban de su padre. “Es un borrachito loco”, le decían, y ella les pegaba. Su madre la cambió de escuela, no le gustó y ya no quiso ir. Sólo cursó hasta el cuarto grado de primaria. Su mamá la regañó y le pegó porque no podía concebir que su hija no estudiara, pero se le pasó el enojo cuando Sandra le ayudó a limpiar la casa y a repartir los pedidos de tortillas. Ella tiene una media hermana de 22 años que vive en unión libre con un muchacho del Estado de México y es madre de un bebé de dos años. Se llama Ana. Es hija del primer matrimonio de su madre. Con Ana siempre tuvo una buena relación y no dejó de extrañarla cuando se fue a México. Un día que habló por teléfono a Guatemala, Sandra le dijo que tenía ganas de visitarla, que había ahorrado lo suficiente para el pasaje de ida y vuelta, que no tenía pasaporte pero que es muy fácil cruzar a Chiapas y que de allí podría llegar al Estado de México en autobús. Ana se entusiasmó con la idea y le ofreció su casa.
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Sandra salió de Tecún Umán hacia Tapachula, Chiapas, luego a Oaxaca y de ahí al Estado de México. Fue casi todo un día de viaje que pasó sin complicaciones. En el reencuentro con Ana y su novio hubo besos, abrazos, recuerdos y ojos aguados. Durante una semana la llevaron a conocer los alrededores del lugar donde vivían y, después, algunos lugares emblemáticos de la Ciudad de México: el Centro Histórico, Chapultepec, Coyoacán.

Los siguientes días Sandra se aburrió. Casi no salía. Pasaba horas enteras frente al televisor o tomando el sol mientras pensaba en algo qué hacer. Se le ocurrió que podría quedarse en México, trabajar y enviarle dinero a su madre. ¿Por qué no? Agarró el teléfono y marcó el número de su casa en Guatemala. “Mamá —dijo—, quiero quedarme aquí en México. Para trabajar y poder apoyarte en tus gastos. Ana está de acuerdo en que me quede con ella”. No muy convencida, su madre le dijo que si eso es lo que ella quería, estaba bien. “No des molestias y no te portes mal”, fue el consejo.


Sandra salió de Tecún Umán hacia Tapachula, luego a Oaxaca y de ahí al Estado de México.
Sandra salió de Tecún Umán hacia Tapachula, luego a Oaxaca y de ahí al Estado de México. Foto: Moisés Castillo/ AP


Empezó como asistente de limpieza en una purificadora de agua. Sólo tres meses estuvo en ese lugar porque no se sentía contenta. Pronto encontró empleo como ayudante en una tapicería de sillones; un día su jefe le dijo que, debido a su situación migratoria irregular, debía irse. Estuvo dos meses sin trabajo y, quizá por la desesperación, tuvo una fuerte pelea con Ana. A un montón de gritos le siguieron algunos golpes. Sandra le espetó a su media hermana que ya no le ponía atención, que sólo se ocupaba de su esposo y de su hijo.

“Pues si no te gusta, lárgate”, concluyó Ana. Sandra salió de la casa con sus cosas en una mochila, pero se quedó sentada en la banqueta con la esperanza, en el fondo, de que Ana saliera a buscarla.

Estaba llorando cuando una vecina que caminaba por la calle la vio y se le acercó. Sandra la conocía desde que llegó a vivir al barrio. Le contó lo que había pasado. La mujer le dijo que no se preocupara. “Yo tengo una amiga que anda buscando una mesera para su restaurantito, alguien como tú: joven y con ganas de trabajar. Lo mejor es que ahí tiene cuartos para sus empleadas. Seguro te puedes quedar en uno”. Sandra vislumbró la solución a su problema y aceptó ir. Unos 15 minutos en microbús y ya estaban en La Lupita. La dueña le dijo que, como era “guatemalteca sin papeles”, el sueldo semanal sería de 400 pesos, que podía quedarse en uno de los cuartos de su casa y que también tendría tres comidas al día. “¿Cómo ves?”, preguntó. “Pues sí, acepto”, respondió Sandra. Y entró a la casa.

Al día siguiente se integró al grupo chicas que se presentaron como meseras. Le explicaron cómo tomar una orden y cómo servir los alimentos y bebidas. Hizo únicamente eso durante un mes, aunque observaba que sus compañeras atendían de otras maneras a los clientes. Una mañana, antes de abrir el negocio, la dueña le dijo: “Ya es hora de que apoyes a las demás. También tienes que entretener a los hombres”. Sandra contestó que le daba miedo y que no sabía hacerlo. “No te va a pasar nada. Y mira: para que se te quiten los nervios te tomas una cerveza o una copita y listo. ¿Entendido?”.

Para entonces, Sandra ya era “novia” del hijo de la dueña, un chico de 20 años que la visitaba en su habitación propiciando encuentros sexuales al término de los cuales le pedía que obedeciera a la jefa, que no fuera malagradecida porque ella la había ayudado cuando más lo necesitaba. “Si alguien te pide que te acuestes con él, no hay bronca. Hazlo. Yo no soy celoso, entiendo que es tu trabajo”.

Por su parte, la dueña le decía que no se preocupara por su sueldo, que ella se lo guardaba para que no se le fuera a perder. Durante casi un año que estuvo ahí nunca le dio más de 20 pesos a la semana, aunque le compraba jabón, champú, maquillaje, desodorantes y, a veces, una blusa o una falda. Sólo le permitió llamar una vez a su mamá y no le contó lo que realmente hacía. Y sólo podía salir de la casa o del local acompañada por algún cliente rumbo al motel, como aquella fría tarde de diciembre.
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La habitación 307 del motel La Querencia huele a humedad. En el suelo marrón hay una mancha de pintura verde. Una de las dos lámparas no enciende. En el techo hay un espejo. Nada en las paredes. El hombre empuja a Sandra hasta que ella queda recostada en la cama. Él intenta besarla. Ella voltea la cara. Los dos forcejean. “¡No quiero!”, masculla ella. “¡Cómo chingados no!”, sentencia él. Una cachetada.

Él comienza a desnudarla. Ella logra zafarse, alcanza el cenicero de cristal que está sobre el buró y enseguida aporrea la cabeza de su agresor. Él está atolondrado. Ella ve la oportunidad de escapar, pero apenas da unos pasos hacia la puerta y el hombre consigue jalarla del cabello. De nuevo ella está en la cama, con él encima. Recibe otras dos cachetadas. Caricias bruscas. Patalea. Le falta aire. Suda. Llora. Ya está en ropa interior.

Ahora él comienza a desvestirse. Ella aprovecha para levantarse, abre la ventana y grita con todas sus fuerzas:
—¡Ayúdenme!
Nadie la escucha. Desde el tercer piso puede verse la calle sin gente y de las casas o comercios cercanos nadie se asoma. Él la voltea, le aprieta los brazos con fuerza y la mira lleno de coraje:
—¿No quieres coger, pendeja? ¿No? ¡Pues las putas que no cogen se van a la chingada!
Entonces la carga y le saca el cuerpo por la ventana, con los pies por delante. La arroja al vacío.

En la camilla de la ambulancia, Sandra piensa: “me voy a morir. Ya no volveré a ver a mi mamá ni a mi papá ni a mis hermanos. Mi mamá se volverá loca al saber que me morí”. Luego el dolor la hace quedar inconsciente. La ambulancia emprende el camino hacia el hospital y con la sirena apaga el cuchicheo de algunos curiosos.

Las fracturas de pelvis y de cadera requieren cirugía inmediata. Por eso dos médicos piden que alisten el quirófano. Quieren reposicionar los huesos fracturados con la esperanza de que cicatricen pronto. Pero eso no ocurre. Cuando ella despierta después de la operación, el médico le dice sin mucho tacto: “Vamos a ver cómo reaccionas porque puedes quedar en una silla de ruedas para toda la vida”. Y agrega: “Te hicimos un legrado. Perdiste al bebé”. Sandra queda desconcertada. Asegura que no sabía que estaba embarazada.

Maldice a su “novio” y llora despacio, casi en silencio, mientras el dolor en la cadera vuelve a irritarla. No sólo es el aspecto físico lo que le preocupa. No puede dormir porque con el silencio de la noche revive la sensación de cuando caía. Además, tiene miedo de que el hombre que la tiró llegue al hospital para matarla.

Una mañana se le acerca un señor que se presenta como agente del Ministerio Público. La acribilla a preguntas. Nunca más vuelve a saber de él o de algún citatorio para rectificar la denuncia. Quizá él mismo es quien avisa al Instituto Nacional de Migración que una adolescente extranjera convalece en ese hospital sin acreditar su estancia legal en el país y, más tarde, dos agentes del Instituto llegan para decirle que, en cuanto la den de alta, la llevarán a una Estación Migratoria.


En la Estación Migratoria de Iztapalapa Sandra conversó con una visitadora de la CNDH.
En la Estación Migratoria de Iztapalapa Sandra conversó con una visitadora de la CNDH. Foto: Jesús Quintanar


Mientras tanto, Ana, su media hermana, la está buscando. Lleva seis meses haciéndolo. Cuando tuvieron aquella pelea, Ana pensó que Sandra había vuelto a Guatemala, hasta que, semanas después, su madre le dijo en una llamada: “No, aquí no ha venido. Una vez habló y dijo que estaba trabajando. Debe seguir en México”. Ana fue a la policía para denunciar la desaparición. La penúltima semana de diciembre un judicial le habló por teléfono: “Creo que ya sabemos dónde está la muchachita que busca. Pero para ir necesitamos que nos dé dos mil pesos. Para movernos bien, ¿no?”.

Ana consiguió el dinero con algunos conocidos y se lo entregó al policía. Dos días después una foto y un mensaje de texto llegaron a su celular: “¿Es ella?”. Sí, era Sandra, postrada en una cama de hospital.
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En la Estación Migratoria de Iztapalapa Sandra conversa con una visitadora de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Han pasado casi cuatro meses desde que la tiraron por la ventana y su recuperación es bastante lenta. Está en una silla de ruedas y no ha recibido atención psicológica. Desde que salió del hospital tampoco algún médico ha vuelto a revisar cómo van sus fracturas y en la Estación la tienen “asegurada” para deportarla a Guatemala.

Todo esto se lo cuenta ella a la visitadora de la CNDH, junto a buena parte de su historia. El caso es claro: es una menor de edad víctima de la trata de personas con fines de explotación sexual. “El enganche (la vecina) que se tradujo en la captación de la menor por parte de la tratante (su patrona), y los medios o la forma en que se engancha, que se reprodujo a través del engaño, el abuso de poder, el estado de vulnerabilidad en el que se encontraba la menor y el propósito que se refiere a la explotación”.

Desde 2008, miembros del programa Menores Trabajadores Urbano Marginales (Metrum) del DIF comenzaron a detectar casos de explotación sexual infantil en el Estado de México, donde Sandra fue agredida. Tan sólo en su primera inspección localizaron 80 casos de menores de edad obligados a prostituirse. Pero advirtieron que “es difícil identificar a las víctimas porque es un fenómeno social oculto, sobre todo en los municipios metropolitanos del valle de México, donde operan establecimientos con licencias de cocinas económicas que en realidad son prostíbulos”.

Desde la Estación Migratoria de Iztapalapa Sandra pudo llamar por teléfono a su madre. No le fue fácil contarle lo que había vivido durante las últimas semanas. Por el momento sólo le dijo que se había fracturado la cadera y que la necesitaba junto a ella. La señora vino a México y el reencuentro con su hija transcurrió entre lágrimas, regaños y abrazos. Lo mismo ocurrió después con Ana.

La CNDH solicitó el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para la atención médica y psicológica de Sandra, así como para llevarla a uno de sus albergues donde pudiera recuperarse y continuar con el proceso legal de su caso. Ahora la atienden médicos del Instituto Nacional de Rehabilitación y ya se siente mucho mejor. La CNDH dijo que la forma de actuar de los servidores públicos que no detectaron a tiempo la gravedad de la situación “en los hechos se tradujo en actitudes tolerantes al propiciar la impunidad de los probables responsables”, y emitió una recomendación al gobierno del Estado de México y al Instituto Nacional de Migración: “Que los servidores públicos de esas dependencias gubernamentales se capaciten para este tipo de casos donde se ven inmiscuidos migrantes-víctimas de trata de personas y mejoren las condiciones de ‘aseguramiento’ de la Estación Migratoria de Iztapalapa”.
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¿Qué querrán decir esos ojos que aparentan ser tan decididos? ¿Por qué miran con tanta insistencia? En el rostro de Sandra hay enojo, desamparo, incredulidad. Pero también miedo y culpa. En esa cara redonda y morena, de frente amplia, nariz ancha, cejas delgadísimas y labios gruesos, los ojos grandes y oscuros se clavan con cierta dureza en todo lo que ven, como si estuvieran siempre al acecho. Pero todavía, por las noches, cuando cierra los ojos para intentar dormir, recuerda la caída desde el tercer piso de aquel motel y el sobresalto es inevitable. La invade la ansiedad. Quiere llorar para ver si así se le deshace el nudo que siente en la garganta pero no puede; durante el día, en cambio, llora por cosas que antes le parecían insignificantes.

Escucha los gritos de los niños que juegan y se le alteran los nervios. Tiene miedo a la oscuridad. Sólo desayuna, no tiene hambre a la hora de la comida ni de la cena. Ha bajado cinco kilos. Pesa 40. Cuando conversa con alguien de pronto su mente parece irse a otro sitio y se le olvida lo que estaba diciendo. Dice que ya no puede confiar en nadie, que siente que todos la quieren utilizar, como la señora que la tenía “trabajando” en su negocio.

Por el momento, su recuperación física es lo único que la alienta. Dejó la silla de ruedas y ha empezado a caminar con la ayuda de unas muletas. La asusta, sin embargo, no tener la certeza de renunciar a ellas. Los médicos dicen que la rehabilitación va bien, pero no descartan alguna recaída. Está a gusto en el albergue, pero hay momentos en que le gustaría salir de ahí. No sabe con seguridad si quiere irse a Guatemala o quedarse en México. Por lo pronto disfruta sus clases de redacción, matemáticas y, en especial, de educación artística. Dice que le encanta dibujar. No obstante, jamás muestra sus dibujos. “Son mi tesoro privado”, dice. Le preocupa su higiene personal, estar siempre presentable para los demás. Quiere que en el álbum de su vida haya fotos de momentos felices, “para, cuando sea viejita, echarles un vistazo de vez en cuando”.



Migrantes internacionales, refugiados y víctimas de trata de personas

La trata es esclavitud y es un crimen. Es concebir al ser humano como una mercancía. Y lo más común es que lo exploten laboral o sexualmente. El incremento del problema de trata tiene una conexión directa con los crecientes flujos migratorios que van de la periferia al centro, o de los países en vías de desarrollo a los países desarrollados. Los grupos más vulnerables son mujeres y niños. La pobreza, la desesperación, el abandono y la fragilidad social facilitan este crimen en el que cada año se ven inmiscuidas 800 mil personas en promedio, según Estados Unidos.

El informe “Una alianza global contra el trabajo forzoso”, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), calcula que al menos 12.3 millones de personas son víctimas de esta situación en todo el mundo. De ese total, 1.3 millones se encuentran en América Latina. Son personas que, coaccionadas, trabajan 16 horas diarias los siete días de la semana en condiciones deplorables de higiene y salubridad, sin el salario mínimo y viviendo en condiciones de alta marginación.

En el otro extremo del problema, la Relatoría especial de Naciones Unidas contra la Venta de Niños, la Explotación Sexual y la Pornografía Infantil, dice que en México 80 mil niñas y niños son víctimas de la explotación sexual. Un cálculo sobre las dimensiones internacionales de este problema, que crece en la medida en que es mayor el número de niños en pobreza y abandono, lo aporta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que estima que anualmente en el mundo más de un millón y medio de infantes son sumados mediante coacción y engaños al mercado de la explotación sexual. En su estudio, la OEA refiere que México ocupa el noveno lugar en explotación sexual infantil.

Víctor Núñez Jaime

Un pueblo en el camino a la frontera


El 13 de febrro de 2007 narcotraficantes del cártel de Sinaloa secuestraron a 300 emigrantes cuando trataban de cruzar la frontera con Estados Unidos. Fue un mes muy claro para que los polleros dejaran libre la zona. Ciento ochenta aún están desaparecidos. El asunto pasó inadvertido por la prensa, de no ser por un periodista salvadoreño que cuenta para Gatopardo la historia de Altar, el pueblo que quedó en medio de una de las rutas de contrabando de drogas y personas más grandes de la historia.

Octubre 2007
Gatopardo número 84

El primer encuentro con Eliazar fue una tarde fría de invierno en el pueblo de Altar, la última población mexicana del desierto del Sonora, antes de llegar al estado de Arizona. Mientras caminaba por una polvorienta calle de ese pueblo, un sitio partido en dos por la carretera, con una alfombra de polvo de unos cinco centímetros de espesor y casas de ladrillo a medio terminar, escuché el siseo de aquel hombre de 45 años.

—Shhh, shhh —me llamó—. Venga, siéntese, descanse un rato, tómese un trago. A ver, ¿a qué parte de Estados Unidos va? ¿Ya tiene quien lo pase?

—No —contesté. Eliazar me confundía con uno de los cientos de inmigrantes centroamericanos que llegan a Altar cada día para tratar de cruzar la frontera.

—Mire, no busque más, yo lo voy a pasar por poco dinero, 8 mil pesos (unos 750 dólares), ya no busque más, aquí se puede quedar a dormir en mi casa y mañana lo mando a la frontera —dijo sentado en un traspatio polvoriento, lleno de pedazos de plástico que alguna vez fueron el juguete de un niño y que entonces parecían vestigios desenterrados.

Eliazar se ve más viejo de lo que en realidad es. Su rostro reseco está cubierto por un polvo que parece haberse instalado para siempre en la cara de los que viven en Altar. Su pelo cano corona los casi 1,90 metros que mide, y sus manos parecen de corteza de árbol muerto: resecas, venosas, largas, viejas. Nació en Sinaloa, como la mayoría de los que han venido desde el sur a ocuparse del tráfico ilegal de personas y sustancias. Hace diez años que dejó el rancho donde nació y vivió, y se vino siguiendo a su mujer hasta Altar. Es juntador, cachador, juntapollos, y esa tarde estaba haciendo su trabajo: detener a los migrantes que se cruzan frente a él para ofrecerles los servicios de un coyote para el pase fronterizo.

Los migrantes son fáciles de reconocer. Todos van con miedo, con su mochila abrazada como un bebé, con sus ojos bien abiertos; deambulan sin rumbo por las calles de este pueblo. Eliazar debe convencerlos de que se vayan con el pollero que él recomiende, que le confíen su vida durante las casi siete noches de caminata por el desierto, hasta llegar a Tucson o Phoenix.

 —¿Y qué pasa cuando su pollero me lleve a Estados Unidos? —le pregunté.
—Ah, entonces lo encierra en una casa de seguridad, y de ahí no lo dejan salir hasta que sus familiares lleguen a pagar el dinero por usted —advirtió.
—¿Y si mis familiares nunca pagan?
—Yo le recomiendo que no mienta, que de veras paguen por usted, si no, le puede ir bastante mal.

Nos tomamos la tercera cerveza mientras él insistía:

—Como le digo, échele con mi pollero, es seguro, yo soy de fiar. Su pollero le paga 200 dólares por persona reclutada. Abrimos la cuarta cerveza y decidí confesarle lo que me habían advertido que era mejor mantener callado.
—Soy periodista.
Eliazar levantó su gorra, se rascó la frente, terminó su cerveza de un trago, y preguntó:
—¿Quiere la otra?
Hablamos durante varias horas y al final acabó por convertirse en la llave que me abrió las puertas del pueblo.

***

Al día siguiente volví a casa del juntador. Eliazar comía arroz blando en un plato sucio. A su lado, dentro de la casucha que rebosaba de trastos viejos, estaba un joven guatemalteco de no más de 20 años, aterido del miedo. Comía arroz también, pero por el temblor de su mano los granos caían al suelo en el viaje de la cuchara a la boca.

—Acabo de encontrar a este muchacho buscando a la gente del albergue, y le dije que se viniera —dijo Eliazar.

Frente a la casa de Eliazar hay sólo dos casas más. El albergue que la iglesia ha habilitado para los migrantes, que por la poca propaganda que de él se hace suele tener sus 35 camas vacías; y una casa enorme, con antena parabólica y tres camionetas que pueden verse parqueadas en la cochera a través de los barrotes del portón.

—Ah, en esa casa vive un señor narco, pero es muy buena gente —explicó el juntador

Eliazar intentaba convencer al muchacho guatemalteco de que se fuera con su pollero. Pero el joven no respondía. Seguía tirando el arroz sin quitar la vista del plato. No tenía plata, le habían robado todo al atravesar México colgado de los trenes que cruzan el país, una manera muy frecuente (y sumamente peligrosa) de viajar de los migrantes centroamericanos. Eliazar le ofrecía su celular para que llamara a sus familiares en Phoenix y les dijera que el pollero le cobraba 800 dólares:

—Si ellos saben de esto le dirán que es un buen precio, ya verá —le dijo, y luego se volteó conmigo.
—Dígale usted que mi pollero trabaja bien —me pidió.

Negué con la cabeza y salí a fumar a la calle de tierra.

Los juntadores saben que la mayoría de migrantes centroamericanos llegan a esta frontera en la peor de las condiciones. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales hizo un estudio entre mediados de 2005 y abril de este año. Entrevistaron a 2 700 indocumentados cuando paraban en el albergue de la ciudad norteña de Saltillo. Esos migrantes, mexicanos y centroamericanos, denunciaron en la encuesta 4 062 violaciones. El 42% dijo haber sufrido robo de dinero, el resto habían sido golpeados, violados o insultados por miembros de cada una de las corporaciones policiacas mexicanas que se toparon en el camino.

Un carro negro se estacionó frente a la casa, y Eliazar salió a hablar con el hombre que lo manejaba.

—¿Qué hago? —me preguntó el joven.

Le dije que en el albergue le darían orientación, comida y cama gratis. Salió rápidamente y pasó al lado de Eliazar agradeciendo la comida. —¡Pinche chamaco! No se quiso venir conmigo. Es que usted que es salvadoreño debería de ayudarme a convencer a los centroamericanos —dijo al entrar. Volví a negar con la cabeza. Salimos y caminamos hasta la pollería del pueblo.

El sol se ocultaba. Al llegar, Eliazar se puso un delantal.
—Yo trabajo de gratis aquí vendiendo pollos asados, porque como no le pago a los policías, no me dejan convencer a la gente en la plaza —explicó.

Para mirar cómo trabajaban los otros juntadores de la plaza, caminé hasta allá, donde los autobuses seguían llegando y escupiendo a decenas de hombres abrazados a una mochila, sucios, que se apuraban a perderse entre la gente.

Me senté en la plaza y pronto se me acercó alguien.

—¿Para dónde va? —me preguntó un hombre recio de unos 40 años.
—Para ningún lado —contesté.
—¿Eres de Guatemala, verdad? Mira, no te hagas, vente conmigo, yo te cobro 800 dólares por pasarte, en cinco horas nada más te paso a Tucson, y te doy comida y donde dormir hasta que nos vayamos.

—Gracias, pero no —contesté.
—¿Cómo que no? —respondió mientras cerraba y abría la navaja de resorte que sacó de su bolsillo.

—Mira, cabrón, aquí te va a levantar la policía, porque no eres mexicano. Yo le pago a la policía para trabajar aquí. Si no te vienes conmigo te mando a los policías.

Empecé a alejarme mientras el hombre me llenaba de groserías.

Días más tarde, mientras me tomaba una cerveza con Eliazar en la cantina que está frente a la plaza, él señaló al hombre que me amenazó.

—A ése le dicen El Pájaro —explicó Eliazar—. Es de los juntadores que paga a la policía y lo dejan trabajar ahí. Otro que está con él es El Metralleta, también paga y son bien cabrones los dos.

***

Paulino Medina también es parte de uno de los grandes gremios de estos pueblos: fue pollero durante cinco años. Pasaba migrantes por los cerros cercanos a Tijuana, y los dejaba en San Diego o en Los Ángeles. Estuvo preso en Estados Unidos por tráfico de personas cuando lo pillaron en uno de aquellos cerros pelones con sus pollos. Su hermano también es pollero. Además, Paulino conoce vida y obra de la mayoría de los 8 mil habitantes del pueblo. Es taxista desde hace 20 años, cuando llegó a vivir a Altar.

Lo conocí poco después de que El Pájaro me llenara de insultos, cuando al salir de la plaza llegué hasta el punto de taxis. Me acerqué a un destartalado Hyundai del 87 que tenía al volante a un señor de unos 50 años, de pelo cano y bigote ralo, con unos lentes remendados con cinta adhesiva. Me llevó hasta el hotelito en el que me hospedaba. Hablamos un poco sobre las mafias en el pueblo y le pedí que nos tomáramos un café al día siguiente.

—Vamos ahorita, si quiere, y tomamos un café en mi casa —contestó. Después de poner dos cafés aguados sobre la mesa, Paulino dice:
—Antes esto era un pueblo del desierto. No venían migrantes. Vivíamos de los transportes de carga que pasaban, de los camioneros o gente que viajaba por negocios y que se quedaban aquí a dormir, pero desde hace unos años se han instalado en el pueblo una gran cantidad de polleros mafiosos, narcos y corruptos. La mayoría vino buscar hacer negocios con los pollos.

El Altar de ahora empezó a construirse desde mediados de los noventa, cuando Tijuana y sus alrededores, el punto de cruce tradicional de los indocumentados, fue amurallado.

En octubre de 1994 el gobierno estadounidense puso en marcha la Operación Guardián entre San Diego y Tijuana, un plan que incluyó la construcción de una barda divisoria, duplicación de elementos de la patrulla fronteriza, reflectores y helicópteros. Los migrantes empezaron a intentar cruzar por otros puntos y la ruta por Altar se convirtió, sobre todo desde 2003, en la más frecuentada.

Un estudio sobre la zona del Colegio de la Frontera Norte (Colef), uno de los centros de estudio sobre migración más importantes del país, muestra cómo la patrulla fronteriza en la zona colindante con El Sásabe arrestaba menos de 100 mil indocumentados en 1992. En 2005 esa cifra se había quintuplicado.

En 1992, el pueblo tenía poco más de mil habitantes. En 2005 se censaron a más de ocho mil residentes, sin contar a la población flotante que llega todos los días.

—Esto antes era un pueblito normal, con sus viejas en la iglesia y su gente saludándose al cruzarse en la plaza —dijo Paulino, y luego se extendió hablando del crimen organizado.

—Es terrible el problema que tenemos con los narcos —reveló—. Están cobrando a las Van (camionetas de pasajeros) que llevan a los migrantes a El Sásabe 100 pesos (10 dólares) por cada pollo, sólo por dejarlos pasar.

Me despedí de Paulino cuando ya la noche estaba entrada. Y él se despidió también:

—Acuérdese, si usted ve a alguien aquí con cara de mafioso, es mafioso; si ve a un señor con su gran carro y cree que es narco, es narco; y si ve a alguien y cree que es buena persona, es mafioso.

***

El siguiente día era el último de ese viaje. En la mañana pasé por la casa de Eliazar. Me recibió con la noticia que tenía paralizado al pueblo. La noche anterior los narcos de un rancho habían secuestrado a 300 migrantes incluidos los conductores de las camionetas. Los mafiosos habían enviado a sus burreros y no querían que les calentaran la zona.

Los burreros son el ejército de carga del narco. Hombres que se ponen en la espalda 20 kilos de marihuana y son guiados en el desierto por un pollero y un hombre de confianza del narco. Caminan dos noches y llegan a la reserva de los indios tohono, territorio autónomo estadounidense. Ahí descargan la mercancía en camionetas de aquellos indios que trabajan para los productores de droga. Éstos se encargan de distribuir la marihuana en todo el país. Sólo entre octubre de 2006 y julio de este año, la Patrulla Fronteriza asignada al sector vecino a El Sásabe ha decomisado 766 mil 997 libras de marihuana intentando entrar a Estados Unidos. Las 1 200 libras de esa hierba están valoradas en un millón de dólares en el mercado gringo.

Eliazar no sabía mucho más. Para él, aquello no tenía mayor relevancia. Me apresuré a buscar a Paulino. Él lleva gente a El Sásabe y tal vez sabía algo más.

Lo encontré recostado en su taxi tomando un café.

—Sí —dijo—. Ayer secuestraron porque están calentando la zona. Algunos de los secuestrados han vuelto con el mensaje de los narcos. Si quiere, lo llevo a ver a uno de ellos.

Calentar la zona significa atraer la atención de la patrulla fronteriza por el cruce indiscriminado de migrantes. Los narcos temen que esa zona termine tan vigilada como Tijuana. Con muro, reflectores, helicópteros.

Poco después, el taxi de Paulino se estacionó en un taller mecánico. Dos hombres tenían las manos enterradas en el motor grasiento de una camioneta. Uno de ellos, el del ojo morado, había regresado del cautiverio con el mensaje para sus colegas choferes de que hasta nueva señal no se podía viajar a El Sásabe.

—Quiubo —se dirigió Paulino al recién liberado—. ¿Cómo estás? Pensé que ya no te iba a volver a ver. Mira, él es periodista, pero es amigo, y le conté que tú estabas en el grupo que los narcos secuestraron, y quiere que le cuentes cómo fue y cómo están los pollos que se han quedado allá.

El hombre de unos 25 años se frotó la cara. Lanzó a Paulino una mirada incómoda y se dirigió sólo a él:

—Hombre, Paulino, usted sabe cómo funcionan las cosas aquí. Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me dan piso, no duro vivo ni este día. Y se enterarían. Aquí todo mundo está comprado.

El otro hombre respaldó a su amigo haciéndonos una pregunta que, tras no encontrarle respuesta, hizo que nos marcháramos:

—¿Qué ganamos con esto? —dijo—. Si aquí nuestra vida no vale nada, a cada rato matan a conductores de las Van, los entierran en los caminos y nadie se entera nunca.

Paulino refunfuñaba mientras nos dirigíamos a casa de Eliazar.
—¡Por eso estamos como estamos! El narco sigue matando gente y nadie quiere decir nada.
Eliazar seguía sin saber mayor cosa. Esa noche su pollero no había llevado migrantes, y por tanto lo ocurrido no importaba mucho a ese juntador.
—Si quiere vaya a ver al albergue, tal vez ahí sepan algo —recomendó.
El quinto de los migrantes en entrar a refugiarse ahí era salvadoreño.

—Mi nombre prefiero que no lo sepás, porque lo que me ha pasado es muy penoso —pidió. La tarde del día anterior había llegado a un trato con su pollero: 1 800 dólares por llevar a su hermana hasta Los Ángeles.

—Mis familiares allá sólo tenían ese dinero reunido, y yo quise mandar a mi hermana para no dejarla sola en este pueblo de mafiosos. Yo iba a esperar una semana más para que reunieran el dinero para llevarme a mí —explicó.

Su hermana partió esa noche, y la camioneta en la que iba con su pollero fue una de las 15 secuestradas por hombres con pasamontañas.

—Yo ya hablé con los polleros que han regresado, y con algunos dueños de las Van que han ido a ver si quedó algo en los carros que quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí —dijo el hombre con la mirada clavada en el suelo y la mandíbula temblando a punto del llanto.

—Yo no puedo ir a poner denuncia, no puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo sólo quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje —dijo el salvadoreño, decidido a dejar a su hermana y a ver qué se podía hacer desde El Salvador.

A veces, el miedo puede más que la sangre. Él aseguraba que un carro con vidrios polarizados lo había perseguido durante tres horas debido a las averiguaciones que anduvo haciendo ese día.

Llamé a Paulino y llegó por mí en pocos minutos. En el camino marqué el número de teléfono de un señor al que llamaré A y a quien Eliazar me había recomendado hablar para saber más de lo que estaba pasando. El señor A dejó salir una apabullante ola de preguntas:

—¿Quién es usted? ¿Quién le dio mi teléfono? ¿Por qué quiere hablar conmigo de eso? ¿Quién le ha dicho que yo sé algo?

Más que tranquilizarse con mis respuestas, él quería saber quién era yo, y por eso aceptó recibirme en un cuarto de uno de los hoteles del pueblo a las nueve de la noche.

—Venga solo —pidió.

A las nueve en punto el señor A estaba en la habitación indicada temblando de pies a cabeza. Le entregué todos mis documentos para que los viera, lemostré un par de materiales que había publicado, le dije que un taxista del que no recordaba el nombre me recomendó hablar con él porque era un altareño de nacimiento. No dejó de temblar.

Dijo no muchas veces hasta que accedió a contestar algo más que un monosílabo:

—Todos sabemos que eso pasa, los secuestran, violan a las mujeres que van migrando, y les dan unas grandes golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las Van, ¿pero qué vamos a hacer? Aquí sólo tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a 50 hombres bien armados y a muchas autoridades compradas.

Antes de irme, me hizo prometerle varias veces que no trabajaba para el narco.

—Por cierto, si ha andado preguntando por esto mejor váyase mañana, aquí todos se conocen y es fácil saber quién no es de aquí —se despidió.

El día siguiente me fui de Altar, y durante un mes y medio hablé cada semana por teléfono con Paulino y
Eliazar, quienes solían explicarme que la zona seguía caliente, y los narcos alborotados. El señor A pidió que mejor habláramos
cuando yo regresara. Durante ese mes y medio, pasó precisamente lo que los narcotraficantes temían. El operativo Jump Star, el que George Bush aprobó en 2006, empezó a ponerse en marcha en el lado fronterizo estadounidense, justo frente a El Sásabe. Los 1 400 millones de dólares aprobados ese año se materializaron. Empezó la construcción de 420 kilómetros de muro (van 11 hasta el momento), empezaron a llegar los 600 agentes extras asignados a esa zona, y el Departamento de Seguridad Interna pagó a la compañía Boeing, fabricante de aviones y equipos para naves espaciales, para que instalara las primeras nueve torres de Proyecto 28. Torres coronadas por cámaras infrarrojas capaces de detectar movimiento a 17 kilómetros a la redonda, distinguir si es humano y si va armado.

Cuando entrada la primavera regresé a Altar, me reuní con el párroco Prisciliano Peraza. Había sido la única persona que habló con los narcotraficantes para interceder por los secuestrados.

Me recibió en su despacho, en un ala de la iglesia, al lado del parque. La conversación inició con una anécdota del padre:

—Nada más la semana pasada, el narco detuvo a un periodista gringo camino a El Sásabe —relató—. Andaba con una cámara de video y de foto. De repente, me llaman los del narco y me dicen que tienen a un periodista que dice que me conoce. Les dije que sí, que yo lo iría a traer a El Sásabe. Llegué, le habían quitado todo y lo habían madreado. Lo que quiero decirte es que el narco sí me respeta un poco, porque saben que puedo llamar a alguna autoridad nacional y hacer notable este caos del pueblo, y eso no le conviene a nadie.

El padre es el único testigo que cuenta lo que vio aquel martes 13 de febrero. Según el párroco, él se comunicó con los narcotraficantes, y por teléfono consiguió negociar rehenes: le darían a pequeños grupos, para que los fuera llevando a Altar poco a poco. No le dijeron más.

—Los tenían ahí sentados en un rancho cercano a El Sásabe, pero sólo quisieron darme a 120, a los más golpeados, a los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que les pegan. Al resto de los 300 no sé que les pasó, no sé si los soltaron.

La mayoría de los liberados regresó a casa de su pollero. Volvieron a perderse en el pueblo, y con ellos su testimonio. Ese secuestro, el más grande del que los habitantes de Altar han escuchado, no fue denunciado ni apareció publicado en ningún medio de comunicación nacional. Ciento ochenta emigrantes quedaron en aquel rancho aquel día, 120 pudo salvar el cura. Nadie supo más de esas personas. Quizá, sin que nadie se enterara, hubo una masacre a pocos metros de territorio estadounidense, y aquel rancho es ahora un cementerio.

Todo se hizo difuso después. Al poco tiempo, siempre a las nueve y en el mismo cuarto, volví a ver al señor A. Como la vez anterior, temblaba, susurraba, volteaba a ver las ventanas. Sin embargo, esa vez habló bastante. Contó dos anécdotas ocurridas este año en la alcaldía que explican
por qué asuntos como el secuestro quedan en el olvido. Omitió nombres.

Un funcionario dio una conferencia de prensa donde dijo, literalmente, que por Altar pasaba mucho migrante y mucha droga.

—A los cinco minutos —relató el señor A— un narco llamó a quien había dicho eso, y le puso la grabación de sus palabras. Algún periodista le había llevado esa grabación.

La otra reprimenda estuvo relacionada al secuestro. Un funcionario de Altar llamó a la Procuraduría de Sonora, el estado al que pertenece el pueblo, días después de lo ocurrido. Dijo que había 300 migrantes secuestrados. ¿Y qué pasó?

—Otra vez un narco llamó a ese funcionario y le dijo que le acababan de llamar de la Procuraduría para contarle de su llamada, y que era la última vez que lo iban a perdonar.

Esto demuestra la penetración de los narcotraficantes en la justicia estatal.

Paulino Medina me explicó por teléfono hace unos días que hacía poco los narcos habían vuelto a secuestrar. Esta vez a un grupo de unas 30 personas.

—El grupo era de 26 migrantes, dos conductores de Van y los dos polleros. El narco ofreció a los polleros cargar a cada migrante con 20 kilos de marihuana. Ellos deberían llevar la marihuana a la reserva de Tohono, acompañados por un empleado de confianza del señor. Ésa era la condición para que los dejaran ir. Los polleros aceptaron, y no hemos vuelto a saber de ellos —dijo el taxista.

Según Prisciliano Peraza, en realidad todo el mundo sabe cómo está estructurado el crimen organizado en el pueblo.

—Aquí todos sabemos cómo se llama cada uno de los seis narcos que operan, pero nadie lo denuncia. Todos sabemos también que ni al narco ni al gobierno le conviene que esto se sepa, porque se desencadenaría una guerra si el gobierno, bajo la presión social que esto generaría, tuviera que actuar —dijo Peraza en aquella reunión en la parroquia.

En la conversación en el hotel, el señor A también me contó que los seis señores de la droga de la zona le pagan a Joaquín El Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, uno de los dos más poderosos de México. Le pagan para regentar un pedazo de frontera y para que los proteja de posibles intervenciones del gobierno federal.

Los habitantes de Altar están preocupados por lo que pueda pasar con el pueblo mismo. La mañana que llegué a Altar, Paulino pasó a recogerme y nos fuimos a su casa.

—Quiero contarle cómo van las cosas —dijo. De nuevo sacó dos cafés aguados y empezó a poner en palabras la podredumbre de aquel sitio.

—Esto de la migración se va a acabar pronto en Altar, porque maltratan mucho al pollo y el narco está pesado. Cuando eso pase, todos se van a quedar chillando aquí en un pueblo fantasma —auguró.

Sacó de entre sus papeles una credencial.

—Mire, me han dado este cargo a prueba por tres meses, pero está duro.

El alcalde de Altar lo había nombrado comisionado de transporte municipal, y su principal objetivo era solucionar el problema de las camionetas quemadas y abandonadas al lado de la carretera, luego que los narcotraficantes bajan a las personas, les pegan, y luego incendian el vehículo.

—Y eso es un gran problema para todos —explicó Paulino—, porque ellos no se recuperan ni en un año si les queman una Van, los pollos se asustan y la municipalidad deja de recibir el impuesto de esa Van.

El entonces secretario de transporte proponía establecer un acuerdo con los narcotraficantes para coordinar el tráfico de personas y drogas.

—Lo que quiero es establecer un vínculo con los señores (narcos), para que ellos avisen cuándo van a despachar burreros, y que ese día las Van no lleven pollos.

Esa misma tarde pude comprobar cómo los esfuerzos del narco por controlar la zona estaban surtiendo efecto. Fui —Yo lo llevo —dijo el conductor— pero le cobro los 100 pesos del pasaje y otros 500 para la mafia; si no, olvídese de que lo llevo, me queman el carro si no pago por usted.

En el sitio de taxis no estaba Paulino. Sin embargo, Artemio, uno de los que le trabaja el taxi a Paulino, negociaba con tres hombres jóvenes de Sinaloa. Les ofrecí compartir el taxi y aceptaron. Nos apretamos en la carcacha y partimos.

Entramos al Sásabe por la calle de tierra que recibe a los viajeros con un cartel agujereado por unos 50 balazos, donde el narco ha escrito: “Esto también puede pasar”. Es decir que, aparte de ser deportados, asaltados, violadas las mujeres, morir picados por serpientes o de sed en el desierto, también les puede pasar que la mafia los acribille si así lo determina. Las señales en la calle seguían: al menos ocho camionetas quemadas yacían a la orilla.

Los jóvenes aseguraban que iban a recoger a ocho pollos en La Ladrillera. Poco antes de llegar a El Sásabe se encuentra esta ex fábrica artesanal de ladrillos, una zona de asaltantes y narcos, donde las Van descargan a muchos para que aborden las pick up que los llevan hasta los puntos de cruce, sitios del desierto identificados por alguna señal particular: El Riíto, El Carro Quemado, El Poste Verde. En esas pick up coinciden, sin saber a ciencia cierta quién es quién, burreros, pollos, polleros y asaltantes del desierto.

Llegamos a La Ladrillera donde no había ni un alma a la vista. Los tres hombres, sin embargo, insistieron en quedarse allí. Artemio me dejó en El Sásabe. El pueblo estaba vacío. Una señora que vendía comida me dijo:

—Es que el narco anda alborotado, porque están trabajando, entonces menos gente está viniendo, y los que vienen no están parando, se desvían por La Ladrillera. Mejor váyase —sugirió. Y me fui.

Mientras caminaba, una Van hizo parada al verme. El conductor, un hombre bigotón de unos 50 años, me ofreció regresarme a Altar por 50 pesos. A su lado, en la Van, iban un pollero al que la migra acababa de quitarle a 30 migrantes y una altareña, vendedora de cocaína al menudeo. Ella y el joven hablaban de cómo cada vez era más difícil evadir los controles estadounidenses. El conductor no dijo casi nada hasta que le pregunté si era cierto lo del peaje de los 500 pesos por migrante:

—Sí, nos están arruinando. Ellos nos mandan a uno de los suyos a cobrar allá a Altar y te dan un código. Algunos choferes se van a la brava, y a esos son a los que les queman la Van. Porque si en el camino te para la mafia y te pide tu código, se lo tienes que dar, y además ellos saben con tu código por cuántos pollos pagaste; si llevas más, te chingan.

Es cierto, había menos viajeros, pero eso es relativo en estas tierras. En la hora y media que tardamos en volver a Altar, pasaron 34 camionetas y tres autobuses escolares llenos de pollos. En mi viaje anterior, en el mismo trayecto, conté 45 camionetas y tres autobuses. Vale recalcar que 34 camionetas y tres buses equivalen a 800 emigrantes. Eso, poniéndole un precio de 500 por cabeza, se convierte en 400 mil pesos (unos 35 mil dólares) para el narco. En sólo una hora y media, y sin traficar nada.

Al día siguiente me reuní con Eliazar en la cantina Cherián, frente a la plaza. El juntador estaba refunfuñando.

—Esto anda lleno de pollos y nosotros no agarramos nada de nada —le decía a René, otro juntador—. Tenemos que hacer algo, empezar a pagarle a la policía o nos vamos a quedar en la ruina.

Afuera, El Metralleta y El Pájaro trabajaban a sus anchas en la plaza.

Eliazar y René se hartaron de esperar y me invitaron a acompañarlos a comprar una bolsa de cocaína, seis cervezas e irse al cerrito, un lugar en el desierto donde estacionarían el carro de Eliazar para pasar el rato.

—Llegamos al autoservicio —dijo René cuando paramos frente a una fila de carros, en una de las principales calles de tierra de Altar, flanqueados por viviendas a medio construir. Hicimos fila atrás de esos carros. Llegó nuestro turno. Nos paramos al lado de la ventana del conductor del Toyota blanco que tenía colgando de la puerta dos botellas de plástico cortadas a la mitad. Las dos estaban rellenas de bolsitas de cocaína.

—A mí déme 100 de original de la sierra, es que la machaca (mezclada) me da congestión —pidió Eliazar.

—Ve, más fácil que comprar tortillas —dijo entre risas René.

Ya en el monte, en medio de los cactus de dos metros del desierto, hablamos de cualquier cosa. Sobre su trabajo, Eliazar sólo hizo un comentario sincero:

—Es cierto que le echamos mentiras al pollo, porque si no, no se vienen con uno. Acuérdese de que tengo cinco plebes que alimentar —apoyó la bolsita contra el tablero del carro, le pegó con su celular, utilizó la punta de su llave como cuchara y aspiró.

—Eso es cierto —complementó René—. Además, acuérdese de que hay que llevarle pollos al patrón, porque él también gasta mucho. A él le toca pagarle a la mafia 100 dólares por pollo, porque los pasamos por una de las rancherías de marihuana.

Me llevaron de regreso a mi hotel y se fueron quejándose aún por cómo la situación del pueblo los estaba dejando sin materia prima con la que trabajar.

Al día siguiente, me despedí de Paulino, que también se quejaba. La calle a El Sásabe era una cuerda floja, y para no arriesgar su taxi prefería trabajar sólo en Altar.

—Ve cómo esto se está acabando, y eso porque no hemos sabido controlar la cosa, hacer que el migrante no se asuste —se despidió.

***

A mediados de septiembre hice una llamada a Eliazar y Paulino. El taxista, indiferente, me contó que le habían retirado su cargo de secretario de transporte, porque nadie quiso hacerle caso a su plan de coordinar tiempos con los señores de la droga. Aseguró que muchos de los comerciantes y polleros de Altar se habían ido a Palomas, un pueblito al oeste de la frontera, colindante con el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Ése es el estado que según la patrulla fronteriza tiene menos vigilancia.

—En cuestión de meses volveremos a ser lo que antes éramos, un pueblo fantasma del desierto, sin migrantes, sin trabajo —pronosticó.

El juntador no contestó indiferente, sino alarmado.

—No sé qué pasa, en toda esta semana sólo he logrado convencer a un pollo. A diferencia de Paulino, él no piensa quedarse si la situación sigue así. Su hogar está donde haya migrantes deseosos de pasar al otro lado.

—Estoy pensando en irme para Palomas. Dicen que allá hay buen trabajo —dijo.