Los que llegan
México no es sólo un país de origen, tránsito y retorno de migrantes; es, también, un país destino que recibe a trabajadores internacionales, refugiados y víctimas de trata de personas. Gente que tiene una historia, al mismo tiempo única y universal, que presentará en entregas mensuales M Semanal: en un territorio desconocido, los que llegan enfrentan todos los días la marginación del gobierno y de la sociedad mexicana. ¿Podemos convivir los unos con los otros?
- 01 de mayo de 2010
- Milenio semanal
El salvadoreño Alexis Hernández, de 22 años, detenido y deportado por agentes del Instituto Nacional de Migración por entrar ilegalmente a México . Foto: Alexandre Meneghini/ AP
Durante el siglo XX México acogió, entre otros, a miles de exiliados españoles y sudamericanos. Pero en los últimos años más que hospitalidad ha mostrado hostilidad: hoy las personas que llegan al DF enfrentan violaciones a sus derechos humanos, algunas derivadas de la legislación o de prácticas federales pero otras con origen en el quehacer local.
Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), menos de uno por ciento de la población de México proviene de otras latitudes. La mayoría de los que llegan son estadunidenses, seguidos por los guatemaltecos, luego los españoles y finalmente algunos cubanos, canadienses, colombianos, argentinos, centroamericanos, asiáticos y europeos. De todos ellos, casi 100 mil viven en el DF, urbe que por su tamaño y complejidad es un gran reto para esta población, rápidamente obligada a adaptarse cuando la mayoría proviene de ciudades o de poblados pequeños. En 2008 la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) entregó al gobierno de la ciudad su “Diagnóstico de Derechos Humanos del Distrito Federal”. En el apartado referente a la migración, el documento señala que lo primero que enfrentan los migrantes internacionales, los refugiados y las víctimas de trata de personas es la marginalización, porque no existen políticas públicas y normatividades específicas para los extranjeros. Su mayor obstáculo es el acceso a los derechos económicos, sociales y culturales, tales como vivienda, alimentación, salud y educación. No pueden acceder a programas sociales del gobierno del DF porque no tienen “credencial de elector” o por ser migrantes irregulares y no acreditar su estancia legal en el país. También sufren obstáculos administrativos y discriminatorios para conseguir empleo. De acuerdo con la más reciente Encuesta Nacional sobre Discriminación, elaborada por el Consejo Nacional para Prevenir y Eliminar la Discriminación (Conapred), 42.1 por ciento de los encuestados no estaría dispuesto a permitir que algún extranjero viviera en su casa. Sólo 1.3 por ciento optaría por un extranjero si tuvieran que escoger entre dos personas igual de capacitadas para un trabajo; 19.6 por ciento jamás contrataría para un empleo a alguien que no haya nacido en México y, paradójicamente, 53.2 por ciento cree que los extranjeros no tienen razones para sentirse discriminados.
A esto hay que agregar una serie de estereotipos: gringos, gachupines, franchutes… Muchos consideran, por ejemplo, a todos los colombianos como narcos y a los negros, de manera despectiva, como “africanos” y como “delincuentes”. Desde 2008, la migración irregular ya no es un delito en México, pero sí una falta administrativa. Esto evita que se castigue hasta con 10 años de prisión, sin que por ello el país tenga aún una estrategia para fomentar una migración segura y ordenada ni para aprovechar los beneficios de los que llegan: lo que regula esta materia apenas es un apartado en la Ley General de Población. Se trata de una legislación típica del nacionalismo del siglo XX mexicano, que a pesar de la claridad con que la Constitución otorga igualdad jurídica a toda aquella persona que se encuentre en el territorio nacional, y a pesar también de la serie de tratados internacionales ratificados por nuestro país, limita los derechos de los extranjeros: pueden ser expulsados si el Presidente de la República lo considera necesario, restringiéndoseles la libertad de petición, asociación, opinión, ingreso, salida y tránsito, propiedad y cargos públicos. Para acceder a todo esto hay que “ser mexicano de nacimiento” o tener la “ciudadanía mexicana”.
En paralelo a los datos, los informes y las leyes, los personajes de las historias que a partir de hoy M Semanal ofrecerá de manera mensual a sus lectores, constituyen una muestra representativa de los extranjeros que intentan llegar y vivir en México. Son hombres y mujeres reales que intentan romper el silencio de las estadísticas y cuyos nombres han sido cambiados para proteger su identidad. En estas páginas dejarán de ser personajes invisibles de historias jamás contadas: son los que llegan para quedarse. Para enfrentar nuevos desafíos. Para tratar de integrarse pidiendo respeto para sus diferencias.
Revisión de migrantes detenidos en la Estación Migratoria de Tapachula, la más grande de América Latina. Foto: Archivo
(I) Presidiarios de la migración
Viaje a las entrañas de la Estación Migratoria más grande de América Latina
TAPACHULA, Chis.- Aquí adentro están atrapados los mismos problemas de allá afuera, sólo que más apretados. Los que están encerrados en la Estación Migratoria más grande de América Latina son una muestra representativa perfecta de lo que sucede en cualquier rincón de nuestro país. Este es un buen lugar para la melancolía de los que recuerdan su pobreza y marginación. Al mismo tiempo, tienen la certeza de no sentirse solos. Son hombres, mujeres y adolescentes rodeados de otros tantos en situación igual o parecida, que han llegado aquí como después de haber corrido un maratón: cansados, somnolientos, sedientos. Hombres, mujeres y adolescentes que se sienten, además, muy encerrados.En las oficinas de la Estación, frescas gracias al aire acondicionado y muy iluminadas por los implacables rayos del sol que dejan pasar las ventanas, gente de la subdirección de Control y Verificación Migratoria comenta aspectos generales: “Algunos migrantes llegan aquí huyendo, porque son perseguidos por los maras. Otros quieren ir a Estados Unidos. La mayoría son centroamericanos. Pero también aseguramos a gente de nacionalidades restringidas que se van al DF, o sea, gente de países como China o Irak. La Estación se acabó de construir en marzo de 2006. Y tenemos tres turnos de empleados para atenderla. Las instalaciones se dividen en tres secciones: hombres mayores de 18 años, que siempre son mayoría. Hoy, por ejemplo, tenemos 187. Mujeres y familia. Y jóvenes menores. En todas las secciones hay áreas de dormitorios, equipaje, regaderas, áreas recreativas y comedor. Hay migrantes que tienen estancias de ocho o 10 horas. Y hay quienes están hasta 190 días, y si se amparan tardan más en ser deportados. Varios de los que reingresan se cambian el nombre y dicen que no traen identificación. En la Recepción declaran sus pertenencias, luego les hacen una revisión corporal y en el Módulo de Control, de acuerdo con su nacionalidad, se les asigna dormitorio”.
“Cocina Industrial es la empresa que hace la comida para los asegurados porque ganó la licitación. Hay empresas de autobuses para el traslado de los migrantes. Pero también hay autobuses propios. Cada autobús se lleva a un mínimo de 25 personas, en donde viaja una persona de Migración por cada 10 asegurados. Son guardias que no portan armas. Hay conducciones diarias a Centroamérica a las cinco de la mañana y los primeros que se van son los guatemaltecos”.
Al caminar por los desnudos pasillos del interior de la Estación, uno concluye que aquí hay de dos sopas: o se te acaban las ganas de ser migrante o se te recargan las pilas para intentarlo una vez más. Y a lo mejor otra más, hasta lograr establecerte en alguna ciudad de México, o cruzar todo el país y luego el río Bravo y el desierto para llegar a Estados Unidos. La mayoría elige la segunda opción, pero les queda la impresión de que las autoridades mexicanas tienen la finalidad de hacerles la vida imposible.
Migrantes en un alto para comer en el municipio de Pijijapa, frontera de Chiapas y Guatemala. Foto: Luis Lopez/ EFE
En este lugar las preocupaciones cotidianas no son muy complicadas, pero parecen no tener arreglo: no hay suficiente agua. No tienen colchonetas para dormir. Tampoco cobijas. No hay agua caliente para bañarse. No hay medicamentos para quien los necesita. Tampoco una comida variada. “Siempre huevo. Tres veces al día, poquito huevo... Yo ya hasta voy a poner”, comentará después, con una sonrisa a medias, un muchacho moreno de pantalón de mezclilla, tipo cholo, y de bigote ralo.
La Estación Migratoria de Tapachula fue presentada por el Instituto Nacional de Migración (INM) como el “proyecto modelo” para enfrentar el fenómeno migratorio en México. Poco antes de ser inaugurada, en marzo de 2006, las autoridades difundieron las ventajas del inmueble: su diseño y construcción, con una inversión de casi 80 millones de pesos, fue consultado con la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Tiene capacidad para casi un millar de personas en estancia temporal y 490 en pernocta, lo que la convierte en efecto en la “Estación Migratoria más grande de América Latina”. Todo, resaltaron, “como una muestra de congruencia con las demandas mexicanas respecto del trato a los connacionales en la frontera norte”.
Según el INM, estas instalaciones, de 30 mil metros cuadrados, dejan atrás los problemas de hacinamiento presentados en algunas de las 48 estaciones de otros lugares del país, y se caracterizan por ser “antivandálicas”, pues “se ha de evitar en lo posible la destrucción que muchos migrantes cometen para desahogar su estado anímico y que implica no sólo un alto costo de mantenimiento, sino también el riesgo por la utilización del material para improvisar armas”.
¿Igual que un reclusorio? “No —se apresuró a matizar María Eugenia Morales, entonces directora de Recursos Materiales del INM—. Para nosotros, los migrantes no son delincuentes y no puede haber trato o instalaciones que hagan sentir que lo son. Es sólo que el estado de depresión o de estrés con que muchos llegan a las estaciones migratorias hace que provoquen destrozos”.
Sólo la sapiencia popular tiene las cosas claras: “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”.
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Al entrar al área de hombres hay que enfrentarse a una mezcla de olor a sudor, orines y humedad. Olor que quizá sea también el de la frustración. Y del miedo. Es un aroma agrio que lo inunda todo. El calor se torna más pesado y la humedad pegajosa. Dos, tres tragos de agua, pero la incomodidad no deja de crecer.Al fondo hay una cancha de pasto verde para jugar futbol. Ahora luce vacía, pero cuando juegan, el ambiente es parecido al de un mundial: los de Guatemala juegan contra los de El Salvador, los de Cuba contra los de Honduras, los de Ecuador contra los de Brasil, y así logran olvidar por unos momentos sus penas. Aquí también hay un buzón de acrílico que el personal de la Estación ha destinado para las quejas y sugerencias de los asegurados, pero está roto y no tiene papel ni pluma. Hay carteles del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR) y de algunos consulados centroamericanos que explican cómo solicitar asilo, y los números telefónicos donde dan más información al respecto.
Un migrante centroamericano detenido por la Patrulla Fronteriza estadunidense en la frontera de Laredo, Texas. Foto: Khampha Bouphanh/ AP
Los nueve teléfonos públicos pueden usarlos sólo quienes compren una tarjeta en la tienda de la Estación. Pero Miguel no tiene dinero y no ha podido comunicarse con los suyos. Ya sólo espera que lo deporten a Perú para volver a ver a su familia, aunque él quisiera llegar a Estados Unidos, como lo tenía planeado. O quedarse a trabajar en México. “He oído que es muy bonito”, dice este hombre moreno, flaco, de baja estatura y 30 años, mientras ensaya una sonrisa. En Perú contactó a un pollero y le pagó cinco mil dólares para que lo llevara hasta Arizona. De Lima voló a ciudad de Panamá y de ahí se fue en autobús hasta Guatemala. Luego, hace 20 días, se subió a un tráiler junto a otras 167 personas, pero al entrar a México un retén los descubrió y los trajo aquí, donde todos los días come lo mismo y duerme a ras de suelo porque las camas de su dormitorio están llenas. A pesar de todo lo que ha sufrido en su travesía, dice que lo intentará una vez más.
Luis, hondureño, 18 años, estatura media, delgado, pelo corto y negro, no puede fingir tranquilidad, simplemente porque está lejos de sentirla. Hace un año él y su padre salieron de Tegucigalpa. Llegaron a la Ciudad de México a bordo del tren de carga y unos hombres se les acercaron para ofrecerles trabajo.
Aceptaron ser albañiles porque necesitaban dinero para ir a Estados Unidos. Empezaron la construcción de unos edificios en Iztapalapa y después de unos meses de ahorrar decidieron reanudar el viaje. El destino final sería Los Ángeles, California. Contrataron al coyote, pero en Nuevo Laredo, Tamaulipas, los detuvo la policía. Primero los enviaron a la Estación Migratoria del Distrito Federal. Después de seis días de permanecer allí les avisaron que los trasladarían a Tapachula, para luego deportarlos. Por eso la frustración y la tristeza no los deja en paz.
Lo comprende perfectamente Rafael, ecuatoriano, 39 años, quien trabajaba en una compañía que comercializaba recipientes de plástico, con un sueldo insuficiente para sacar adelante a su esposa y a sus tres hijos. Por eso se propuso llegar a Los Ángeles, donde tiene tíos y primos. Pero la suerte no estuvo a su favor. Acababa de entrar a Chiapas cuando tres agentes lo detuvieron. Como no tenía los dos mil pesos que le pedían para dejarlo ir, lo trajeron a esta Estación. No le importa que lo deporten. También lo volverá a intentar.
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La tendencia es agruparse por país de origen. Hoy, el grupo más numeroso es el de los cubanos. Son 30 y salieron hace casi tres meses de la isla. Ellos mismos construyeron dos barcazas, pero a los dos días empezaron a naufragar y un yate turístico los rescató para luego entregarlos a un barco de la Marina Armada de México. Primero los llevaron a la Estación Migratoria de Mérida, Yucatán. Después de 57 días los trasladaron aquí, a Tapachula. Sus rostros exhiben una mezcla de tedio y desesperación. También de angustia, como Yoniel, un muchacho de 20 años que viajó con su esposa y su hija, que ahora tiene cuatro meses. Cuando salieron de Cuba la nena tenía apenas 17 días de nacida.Hace una semana la niña se enfermó de gripa. Por fortuna, ese día el médico de la Estación estaba en su consultorio y la revisó. Le recetó un medicamento que no funcionó. Un guardia dijo que lo mejor sería llevar a la niña a otro lugar, y se la arrebató de los abrazos a la madre. Ella empezó a llorar y tuvo un ataque de histeria, dijo que haría huelga de hambre hasta que se la devolvieran y aumentó la intensidad de sus gritos; se la devolvieron y la niña ya está mucho mejor. Jorge dice que él y sus compañeros son perseguidos políticos y que, por el momento, han logrado ampararse para que no los deporten. Niega algún contacto con organizaciones traficantes de cubanos o asociaciones de Miami. “Decidimos abandonar la isla porque ya no es posible vivir ahí. No hay libertad de nada, de nada”, expresa mientras algunos de sus compañeros que lo rodean asienten con la cabeza.
México se ha convertido en la “ruta alternativa” para los cubanos que quieren llegar a Estados Unidos. Según el Centro de Estudios de las Migraciones Internacionales de la Universidad de La Habana, la inmigración no controlada de cubanos a México sigue creciendo, desde 2003, a una tasa de 134 por ciento anual. Esto significa que desde entonces a la fecha han ingresado casi 14 mil cubanos a México, burlando los controles migratorios. La mayoría lo hacen guiados por polleros que les cobran alrededor de 10 mil dólares por persona.
Pero los 30 cubanos que permanecen ahora en la Estación Migratoria de Tapachula no quieren saber de cifras o de acuerdos migratorios. Para ellos, lo más importante es que les permitan salir para continuar su viaje hacia la frontera. Quieren abandonar los dormitorios en donde cada noche los encierran con un estruendo metálico. Quieren agua suficiente para beber durante el día, personal médico y psicológico, una doctora que atienda sólo a las mujeres, una trabajadora social y que no les vendan tan caras las cosas en la tienda de la Estación. Quieren, en suma, dejar atrás esto que consideran “una cárcel.”
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El balón pasa de unas manos a otras. Dos equipos se enfrentan en un partido de básquetbol mientras otros los observan y se van turnando para tomar agua de un garrafón. Sólo hay un vaso de plástico desechable y todos beben de él. En total son 29 adolescentes, entre los 12 y 17 años de edad, que se han quitado las camisetas y sudan bajo los rayos del sol. Los muros que rodean la cancha son tan altos que sólo permiten ver el cielo.Los miembros de este grupo de 29 nacieron en tres países de Centroamérica: Guatemala, El Salvador y Honduras. Y en uno de Sudamérica: Ecuador. La mayoría la forman los guatemaltecos, como José, 15 años y ojos pizpiretos, quien dice que es la primera vez que intenta llegar a Estados Unidos. Hace cinco años, cuando sus padres se separaron, a José dejó de gustarle la escuela. Su madre no quería que dejara de estudiar, pero él insistió. Logró terminar la primaria y empezó a trabajar en el campo. Le pagaban 30 quetzales diarios, pero la mitad de ese dinero se la daba a su madre y con la otra mitad no podía comparar todo lo que quería. Desde la separación, su padre se había ido a trabajar a Carolina del Sur. Un día José le dijo por teléfono que quería irse a trabajar con él. “¿Estás seguro? Acá hay que trabajar mucho”, le contestó. Unas semanas después le envió a José cuatro mil dólares para que pagara el coyote. A él y a sus compañeros los subieron a un tráiler para entrar a México y así llegaron hasta Guadalajara, donde los capturaron.
Muy cerca de José está Daniel, un salvadoreño de 17 años que buscaba llegar a San Luis Potosí. Su intención era trabajar en cualquier cosa y así juntar dinero para luego cruzar hacia Estados Unidos, a Houston tal vez, donde vive uno de sus tíos. Esta es la segunda vez que lo intenta, pero sólo pudo llegar hasta Veracruz. “Lo voy a hacer otra vez… hasta que pueda”, dice con la mirada clavada en el piso. No emprendió el viaje solo, sino en compañía de su hermano mayor, quien también fue detenido y está aquí en la Estación Migratoria, en el área de hombres.
De El Salvador también es Pedro, pero su historia es más complicada. Hace dos años tuvo “buena suerte” y pudo llegar a Estados Unidos. Empezó a trabajar en una tienda de abarrotes de Nueva York y comenzó a mandarle algunos dólares a su madre. Una noche de fiesta se peleó a golpes con un hondureño. Cuando él iba ganando llegó la policía y lo detuvo. Lo sentenciaron a un año en la cárcel para menores de Nueva York. A los 10 meses lo trasladaron a un centro de detención migratoria de Houston, Texas. Dos meses después lo deportaron. Aunque temeroso de ser encerrado de nuevo, enseguida emprendió el regreso. Necesitaba trabajar. Pero los agentes migratorios mexicanos lo detuvieron en Tenosique, Tabasco, y sus planes se estropearon.
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Un grupo de cubanos, detenido por la Marina Armada de México en diciembre de 2008, es transportado a la Estación Migratoria de Tapachula. Foto: Marco Polo Guzmán/ Cuartoscuro
Hay aquí 28 mujeres que escuchan reguetón. Algunas improvisan pasos de baile. Otras se peinan. La mayoría conversa o está al pendiente de sus hijos. La zona de mujeres y familias en la Estación Migratoria de Tapachula parece más amigable que el resto de las instalaciones. Un pasillo largo, ancho y muy iluminado separa dos hileras de habitaciones medianas. Abundan las sonrisas que intentan eclipsar historias difíciles. El Fondo de Población de Naciones Unidas estima que a escala mundial existen alrededor de 100 millones de mujeres migrantes. Algunas migran en calidad de “dependiente económico” de sus esposos o de alguno de sus familiares. Pero también hay mujeres migrantes que buscan trabajo para sostener a sus familias a través del envío de remesas a sus países de origen.
Esto último pensaba hacer Tania, hondureña, de 32 años. Dice que en Tegucigalpa el futuro no le prometía nada bueno. Tiene dos hijos que ha dejado encargados a su madre para poder irse a trabajar a Estados Unidos. “Ser madre soltera es muy duro, usté no sabe…”, suelta mientras mira hacia el techo. Tiene el pelo teñido de rojo furioso y las uñas largas de color azul. Sus manos morenas llenas de anillos no paran de moverse. Tania comienza a hablar y es difícil detenerla. Salta de un tema a otro, como si su mente fuera más rápida que sus palabras, como si al hablar disminuyera su pesar. Cuenta que tiene un niño de seis años y una niña de cuatro. “Lo más difícil fue ver sus caritas de angustia cuando los dejé… pero tenía que hacerlo. No encontraba trabajo y pedí dinero prestado para poder venirme. Y ya me ve aquí: nos agarraron a mí y a otras 10 personas en Tapachula. No nos maltrataron, es cierto. Y aquí uno está más o menos. Lo malo es que estoy llame y llame al consulado de Honduras y nadie contesta”, dice.
Más preocupada está Claudia. Es cubana, tiene 28 años, un hijo de siete, el deseo de trabajar en Miami, donde vive su hermana, y posee una tristeza declarada que sólo frena por momentos la sonrisa y los besos de su hijo. A ambos los detuvieron hace cuatro días en Veracruz. Habían salido de Cuba en avión hacia Costa Rica. Claudia le había pedido a un tico que se casara con ella para poder irse de su país. Y lo consiguió. De Costa Rica, ella y su hijo se fueron en autobús a Nicaragua y ahí perdieron sus pasaportes. Aun así pudieron continuar el viaje a México. Asegura que nadie la ha guiado en el trayecto. “Yo y mi hijo nomás, preguntando y preguntando”. Dice que aquí en la Estación un hombre le ofreció un pase de salida a cambio de mil 500 dólares. “Pero ¿de dónde saco tanto?”. De momento hay algo que la tiene bastante más estresada. “Estoy en mi menstruación y aquí no hay toallas sanitarias”.
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La mayoría de las personas que se encuentran aquí se han resignado a migrar como parte de su destino. En sus países de origen todos conocen a alguien que ya se fue o que quiere irse y muchos se han esforzado por juntar dinero para luego confiarle sus vidas a un pollero. O para aventurarse por cuenta propia. Han escuchado historias llenas de dificultades, pero no pierden la esperanza de que a ellos les vaya mejor, de que en la carrera que emprendan obtengan alguna medalla. Saben que tarde o temprano acabaran acostumbrándose a llenar vacíos con fotos y remesas.Así es una historia tras otra. Historias de desarraigo y del inicio de nuevas vidas que pretenden crecer a la distancia de familiares y amigos, pero, también, a la distancia de la pobreza y de la inseguridad. Buscan ganar unos cuantos dólares para enviar a sus familias y construir una casa, pagar la operación de alguien, comprar determinadas cosas, ayudar a pavimentar las calles de sus pueblos o arreglar la iglesia. A la recepción de la Estación Migratoria de Tapachula acaba de llegar otro grupo de jóvenes migrantes. Se oye un coctel de voces, gritos, alguna carcajada, muchos suspiros por el calor asfixiante y la pena. Los guardias les revisan sus mochilas y les piden que declaren sus pertenencias. Luego los recargan en la pared y los abren de pies y manos para registrar sus ropas y sus cuerpos. Enseguida los pasan al Módulo de Control para que les asignen el área en donde permanecerán.
Y mientras usted ha leído esto, otros continúan llegando.